Alma Rosa Mancilla Sánchez

Alma Rosa Mancilla Sánchez

Alma Rosa Mancilla Sánchez

LA RESURECCIÓN

DE MIGUEL

LA RESURECCIÓN

DE MIGUEL

LA RESURECCIÓN

DE MIGUEL

Pero tus muertos vivirán;

sus cadáveres volverán a la vida.

Isaías, 26:19



Sucedió en el espacio de dos noches. El lugar: una barriada en los alrededores de Ecatepec. A quien viniera de fuera le habría costado mucho trabajo llegar. Después de la última estación de metro la distancia aún era larga, intrincada, toda ella por calles estrechas y mal alumbradas en las que, de día o de noche, era desaconsejable transitar. La colonia tenía un nombre extraño, de esos que uno no sabía si se referían a un santo o a un prócer local. Pero existía, y estaba allí, mustia debajo de un puente, una costra gris y al mismo tiempo coloreada por las muchas pintas de grafitti y por las extrañas banderitas que, de poste a poste y en las fachadas de algunas casas, colgaban en permanencia, insólita parafernalia reducto de algunas pasadas elecciones o de un improvisado festival local.

En uno de los callejones un altar a la Virgen de Guadalupe titilaba en la penumbra

Pero tus muertos vivirán;

sus cadáveres volverán a la vida.

Isaías, 26:19



Sucedió en el espacio de dos noches. El lugar: una barriada en los alrededores de Ecatepec. A quien viniera de fuera le habría costado mucho trabajo llegar. Después de la última estación de metro la distancia aún era larga, intrincada, toda ella por calles estrechas y mal alumbradas en las que, de día o de noche, era desaconsejable transitar. La colonia tenía un nombre extraño, de esos que uno no sabía si se referían a un santo o a un prócer local. Pero existía, y estaba allí, mustia debajo de un puente, una costra gris y al mismo tiempo coloreada por las muchas pintas de grafitti y por las extrañas banderitas que, de poste a poste y en las fachadas de algunas casas, colgaban en permanencia, insólita parafernalia reducto de algunas pasadas elecciones o de un improvisado festival local.

En uno de los callejones un altar a la Virgen de Guadalupe titilaba en la penumbra

Pero tus muertos vivirán;

sus cadáveres volvearán la vida.

Isaías, 26:19



Sucedió en el espacio de dos noches. El lugar: una barriada en los alrededores de Ecatepec. A quien viniera de fuera le habría costado mucho trabajo llegar. Después de la última estación de metro la distancia aún era larga, intrincada, toda ella por calles estrechas y mal alumbradas en las que, de día o de noche, era desaconsejable transitar. La colonia tenía un nombre extraño, de esos que uno no sabía si se referían a un santo o a un prócer local. Pero existía, y estaba allí, mustia debajo de un puente, una costra gris y al mismo tiempo coloreada por las muchas pintas de grafitti y por las extrañas banderitas que, de poste a poste y en las fachadas de algunas casas, colgaban en permanencia, insólita parafernalia reducto de algunas pasadas elecciones o de un improvisado festival local.

En uno de los callejones un altar a la Virgen de Guadalupe titilaba en la penumbra

Ese día tenía más velas que de costumbre porque algunas de ellas las habían venido a dejar los deudos del difunto Miguel. Llamarle difunto sería redundante: de haberles preguntado, todos y cada uno de los vecinos de la colonia estarían de acuerdo en que Miguel Anguiano estaba muerto. Bien muerto. Súper muerto. Muerto de verdad. Lo habían velado la víspera, allí mismo, a la vuelta, en la casa de su ahora viuda, detrás de ese zaguán de goznes oxidados que ostentaba en letras grandes el número treinta y tres. El zaguán ocultaba un patio con una enorme coladera al centro y se había dejado abierto para la ocasión;

la casa del difunto era pequeña, ni pensar que toda esa gente cupiera en aquel cuarto que era a la vez dormitorio de uno de los hijos y diminuto salón comedor. Se había rezado un rosario por el descanso perpetuo de su alma y, en el cansancio de la madrugada, apenas si alguno había alcanzado a notar el fuerte viento que de pronto cerraba de golpe el zaguán. El interior se oscureció como si sobre el mundo hubiera descendido una sombra. —Madre santísima, guárdalo en tu gloria, de los tejemanejes del mal protégenos, amén —musitó la mujer del carnicero al sentir en la nuca aquel frío glacial.

Miguel Anguiano había tenido una vida difícil. Mucho tiempo atrás él mismo le contó a María, su viuda, que había nacido en un pueblito cercano a Atlacomulco, en un paraje con borregos y vacas, rodeado de cerros y de naturaleza tan frondosa que, si bien aquello no era el paraíso, era lo que más se le podía parecer. Si desde tan jovencito vino a recalar en esta colonia miserable era, decía, porque él, como muchos, buscaba una vida mejor. A su mujer siempre le había parecido que semejante argumento no se sostenía: acá no había nada, y si uno estaba allí era por tonto o por mala suerte. ¿Qué clase de persona podía querer venirse a un sitio semejante nada más porque sí? Todo eso le sonaba a patraña. Como en muchas otras cosas respecto a su marido, en esto ella tampoco se equivocó: Miguel era en realidad oriundo de una colonia cercana a Los Reyes, otro agujero miserable del que había salido huyendo tras un hurto que le salió mal. Nada en él había sido loable jamás. Nada en su persona dejaba esperar o predecir el inusual destino que le estaba reservado a ese cuerpo suyo en esta, la recta final. Si la resurrección de la carne era algo que debía recaer sobre los buenos, una espada de justicia cuyo borde descendía con suavidad solo sobre los elegidos, este, el caso de Miguel, ciertamente no era el mejor ejemplo del triunfo de ninguna virtud. Cuatro días estuvo Miguel agonizando en su casa, algo del hígado con toda probabilidad: siempre le había gustado la bebida y nadie pudo nunca convencerlo de que aquella era una adicción que terminaría por matarlo. Llevaba ya un tiempo con vómitos continuos, dolores en el vientre que iban y venían, calambres en los brazos, cosas así. Una golpiza que le propinaron en la calle lo había hecho empeorar y a partir de aquella noche de la cama ya no se levantó. Se rehusó a ir al hospital por más que le insistieron, y en algún momento durante las últimas veinticuatro horas fue obvio que para eso era tarde también: el rostro de Miguel lucía amarillo, abotargado, como si eso que todavía estaba vivo entre las sábanas fuera en el fondo un cadáver ya. Ah, qué inútil y necio había sido, pensaba María cuando una voz la interrumpió:

—Comadre, que en paz descanse el compadre Miguel. Ya me dice si va a querer que vengamos a levantar la cruz. Pero no, María no quería. Si había consentido a toda esa rezadera era porque en el fondo daba gracias de que hubiera llegado el final. Una se casaba, hacía votos, y el resto era aguantar, y aguantar. Ahora sí se merecía un descanso. Pasadas las exequias, y tras dejar a Miguel bien metido en su fosa en el panteón, volvió a la casa andando seguida de sus hijos y de un par de deudos que los tuvieron a bien acompañar. Pensaba en lo tenue que había sido el lazo que la uniera a ese hombre de todas formas. Qué tenue y, a la vez, qué difícil de cortar. Al llegar a la casa miró la foto del muerto, que seguía allí, sobre la repisa donde la había colocado la víspera; en un impulso la puso boca abajo y de inmediato se sintió mejor.

Miguel Anguiano había tenido una vida difícil. Mucho tiempo atrás él mismo le contó a María, su viuda, que había nacido en un pueblito cercano a Atlacomulco, en un paraje con borregos y vacas, rodeado de cerros y de naturaleza tan frondosa que, si bien aquello no era el paraíso, era lo que más se le podía parecer. Si desde tan jovencito vino a recalar en esta colonia miserable era, decía, porque él, como muchos, buscaba una vida mejor. A su mujer siempre le había parecido que semejante argumento no se sostenía: acá no había nada, y si uno estaba allí era por tonto o por mala suerte. ¿Qué clase de persona podía querer venirse a un sitio semejante nada más porque sí? Todo eso le sonaba a patraña. Como en muchas otras cosas respecto a su marido, en esto ella tampoco se equivocó: Miguel era en realidad oriundo de una colonia cercana a Los Reyes, otro agujero miserable del que había salido huyendo tras un hurto que le salió mal. Nada en él había sido loable jamás. Nada en su persona dejaba esperar o predecir el inusual destino que le estaba reservado a ese cuerpo suyo en esta, la recta final. Si la resurrección de la carne era algo que debía recaer sobre los buenos, una espada de justicia cuyo borde descendía con suavidad solo sobre los elegidos, este, el caso de Miguel, ciertamente no era el mejor ejemplo del triunfo de ninguna virtud. Cuatro días estuvo Miguel agonizando en su casa, algo del hígado con toda probabilidad: siempre le había gustado la bebida y nadie pudo nunca convencerlo de que aquella era una adicción que terminaría por matarlo. Llevaba ya un tiempo con vómitos continuos, dolores en el vientre que iban y venían, calambres en los brazos, cosas así. Una golpiza que le propinaron en la calle lo había hecho empeorar y a partir de aquella noche de la cama ya no se levantó. Se rehusó a ir al hospital por más que le insistieron, y en algún momento durante las últimas veinticuatro horas fue obvio que para eso era tarde también: el rostro de Miguel lucía amarillo, abotargado, como si eso que todavía estaba vivo entre las sábanas fuera en el fondo un cadáver ya. Ah, qué inútil y necio había sido, pensaba María cuando una voz la interrumpió:

—Comadre, que en paz descanse el compadre Miguel. Ya me dice si va a querer que vengamos a levantar la cruz. Pero no, María no quería. Si había consentido a toda esa rezadera era porque en el fondo daba gracias de que hubiera llegado el final. Una se casaba, hacía votos, y el resto era aguantar, y aguantar. Ahora sí se merecía un descanso. Pasadas las exequias, y tras dejar a Miguel bien metido en su fosa en el panteón, volvió a la casa andando seguida de sus hijos y de un par de deudos que los tuvieron a bien acompañar. Pensaba en lo tenue que había sido el lazo que la uniera a ese hombre de todas formas. Qué tenue y, a la vez, qué difícil de cortar. Al llegar a la casa miró la foto del muerto, que seguía allí, sobre la repisa donde la había colocado la víspera; en un impulso la puso boca abajo y de inmediato se sintió mejor.

A veces se ha dicho que el deseo por el amado puede influir en los acontecimientos venideros, incluso en los que atañen a la finitud del cuerpo mortal: ya se sabe, los conjuros estilo cuento gótico, esos que abogan porque el amor vuelva a la vida, o por la continuidad de una relación que en este mundo ha alcanzado su plenitud y que, por eso mismo, se desea continuar. Nada de eso aplicaba aquí. Miguel Anguiano había sido un marido golpeador, un borracho insufrible que la maltrataba a ella y a sus hijos, alguien a quien ninguna mujer en sus cabales habría querido prolongarle la vida; mucho menos, desde luego, un hombre a quien se habría esperado o deseado ver regresar. Y regresar fue lo que hizo Miguel esa mañana, al otro día, es decir, dos después de su muerte. María justo terminaba de barrer el patio a lo largo y ancho del portón, y vaya que le estaba costando trabajo hacerlo: toda la noche había caído sobre la colonia y sobre sus calles una lluvia sucia, insidiosa, que desbordó las coladeras y dejó montones de basura desperdigados por doquier. Y por más que María se esforzaba, con la escoba tan mojada no se podía: a cada rato la sacaba de algún charco con las fibras llenas de hojas, de suciedad revuelta, de bolsas mojadas y, lo peor, de largas hebras de pelo oscuro, tantas que parecía que allí se había andado paseando la llorona, o una bruja montada en algún hirsuto animal. En la coladera se había formado un tapón pegajoso, un coagulo espeso que tuvo que quitar con los dedos para que el agua pudiera fluir. En parte por eso, cuando alguien tocó a la puerta María se enfadó. ¿Quién venía a tocarle a esta hora, con este aguacero cayendo y con las calles al borde de la inundación? El toquido continuó, más insistente, y solo al creer reconocer algo familiar en la cadencia de los golpes el vientre de María se revolvió

Trató de calmarse pensando que bien podría ser algún vecino, un buen samaritano que le traía alguna ayuda, o algún atolondrado que, por esto o por aquello, no había podido venir a darle el pésame ayer. Con todo, lo último que esperaba era encontrarse a Miguel en persona, de pie ante su desolado portón. Ella se le quedó viendo, anonadada. El aspecto de su marido nunca había sido bueno, pero lo que tenía allí enfrente desafiaba toda descripción. Los ojos de Miguel se habían hundido en sus cuencas y parecían como vueltos hacia adentro. Y habían cobrado un color y una textura extraños: parecían dos bolas acuosas remojadas en una sustancia gris. La piel, que nunca fuera de admirar, se le veía maltrecha y cetrina y, al mismo tiempo, esponjosa, como si debajo de la epi- dermis borbotara algo lechoso, un minúsculo géiser que se aprestaba a estallar. Era obvio que Miguel se había estado remojando mucho rato, a saber desde qué hora andaría deambulando por las calles en busca de esto que, por lo visto, todavía consideraba su hogar. No llevaba puestos los zapatos y tenía los dedos de los pies sucios de tierra, las uñas amarillentas y crecidas de una forma que a María enseguida le pareció antinatural.

Pero todo era antinatural allí, ¿no es cierto? El olor que el recién llegado despedía fue en ese momento lo de menos: en vida el difunto Miguel tampoco había olido muy bien. María se quedó lívida, su mente un remolino de aguas turbulentas que no se alcanzaban a asentar. Pero aquello seguía siendo su marido y esta seguía siendo su casa, qué se le iba a hacer. Lo pasó a la salita, con reticencia, no queriendo realmente, como a una visita imprudente que llega a deshoras y sin avisar. Como si él tampoco acabara de entender bien a bien lo que ocurría, por qué estaba allí o de dónde venía, Miguel se quedó parado, chorreando agua en medio del cuarto, pasmado e inmóvil como un monigote, un bulto mugroso al que ella misma tuvo que acercar al sillón. —Deja, que te pongo una toalla, pa’ que no mojes todo —dijo María al ver que su marido hacía ademán de quererse sentar. Ese sillón le gustaba a María. Estaba en mejores condiciones que el resto del mobiliario, y era en el que Juanito dormía ahora que los niños estaban creciendo; no se trataba de que se echara a perder así como así. Corrió al baño y se trajo la toalla más grande que encontró. Era vieja como todas, ligeramente percudida, pero al extenderla a lo largo y ancho del sillón comprobó que iba a funcionar a la perfección. También se le ocurrió que parecía un sudario, pero era lo que tenía a la mano, con eso se tendrían que conformar. Su marido ya se había sentado cuando ella al fin le preguntó:

—¿A qué vienes, Miguel?

Pero todo era antinatural allí, ¿no es cierto? El olor que el recién llegado despedía fue en ese momento lo de menos: en vida el difunto Miguel tampoco había olido muy bien. María se quedó lívida, su mente un remolino de aguas turbulentas que no se alcanzaban a asentar. Pero aquello seguía siendo su marido y esta seguía siendo su casa, qué se le iba a hacer. Lo pasó a la salita, con reticencia, no queriendo realmente, como a una visita imprudente que llega a deshoras y sin avisar. Como si él tampoco acabara de entender bien a bien lo que ocurría, por qué estaba allí o de dónde venía, Miguel se quedó parado, chorreando agua en medio del cuarto, pasmado e inmóvil como un monigote, un bulto mugroso al que ella misma tuvo que acercar al sillón. —Deja, que te pongo una toalla, pa’ que no mojes todo —dijo María al ver que su marido hacía ademán de quererse sentar. Ese sillón le gustaba a María. Estaba en mejores condiciones que el resto del mobiliario, y era en el que Juanito dormía ahora que los niños estaban creciendo; no se trataba de que se echara a perder así como así. Corrió al baño y se trajo la toalla más grande que encontró. Era vieja como todas, ligeramente percudida, pero al extenderla a lo largo y ancho del sillón comprobó que iba a funcionar a la perfección. También se le ocurrió que parecía un sudario, pero era lo que tenía a la mano, con eso se tendrían que conformar. Su marido ya se había sentado cuando ella al fin le preguntó:

—¿A qué vienes, Miguel?

Vaya, como si con eso las cosas se pudieran aclarar. Él no le respondió. Tampoco es que en vida hubiese sido muy cortés con ella, y no era raro que la dejara hablando sola, o le contestara de mal modo, pero esto, claro, era distinto, algo de una dimensión mucho mayor: Miguel estaba ido, como esos teporochos que andaban por la calle mirando al cielo, y olían a orines y se reían entre dientes, ellos y Dios sabrían de qué. Tampoco es que fuera para menos, ¿no es así? Solo entonces, quizá pensando en lo difícil que debía ser ir y venir hacia y de vuelta de la muerte, se le ocurrió a María que tendría que traerle algo a su marido, agua como mínimo, era lo menos que podía hacer. No le podía ofrecer otra cosa de todas formas; el velorio se había prolongado y algunos de los dolientes que se quedaron hasta el final habían pedido una copita de alcohol. Ella, al no tener otra cosa, no había tenido reparos en permitirles que dispusieran de lo que quedaba en la alacena, media botella de un licor que Miguel había comprado y olvidado hacía mucho tiempo ya. Ojalá que él no preguntara, no quería meterse en líos a estas alturas. Miguel siempre había sido colérico, y algo le decía que en su presente estado no se le debía provocar. Todavía estaba sobre la encimera la olla de barro en la que habían preparado el café, pero no quedaban más que los asientos. Pues sí, agua tendría que ser y agua le sirvió.

El vaso se quedó allí, intocado justo donde María lo dejó. Lo acercó un poquito más, para que él reparara en su presencia, y al contacto con la mano de Miguel el agua empezó a echar un montón de burbujas diminutas que formaron un anillo espeso en torno al cristal. María sintió un escalofrío. Sin saber qué más hacer, y porque, bien visto, Miguel estaba en su casa y no requería de su cortesía, se puso a levantar nerviosamente los objetos desperdigados en el comedor. Estos niños eran terribles, una nunca terminaba de ordenar. Recogió juguetes, platos, alguna cosa que quedaba de la presencia de su marido en vida, y luego, cuando todo le pareció limpio y arreglado según sus estándares, se puso a trapear el rastro que Miguel había dejado al entrar. El olor que despedía aquel lodo era distinto al del otro lodo, al del normal, es decir; había en él algo rancio, acre, una mezcla de hojas secas, humedad y putrefacción. María echó de reojo una mirada a los pies de su esposo: los dedos estaban cuarteados, azulosos, como esos trozos del jengibre que se está empezando a pudrir. Por la tarde, cuando los niños ya llegaban de la escuela, debieron sorprenderse al ver que su madre, que a esa hora casi nunca salía, los esperaba en la esquina, lívida como una aparición. Había querido advertirles, no podía dejar que presenciaran ese espectáculo sin previo aviso.

—Su papá está allí —les dijo ella, sin más preámbulo. —¿Qué?
—Que está allí, en la casa, sentado. No lo vayan a molestar. No viene de buen humor.
Los niños se miraron unos a otros, horrorizados, quizá pensando que su madre por fin había perdido la razón. Luego, ya en casa, mientras miraban al hombre de piel acartonada que tenía la vista clavada en el aparato apagado les entró un miedo terrible, casi animal. ¿Qué pretendía su padre al volver de esta manera? ¿No era suficiente con haberlo aguantado vivo tantos años?

Esta ha sido una lectura selecta del libro titulado:

LOS INTRUSOS

LOS INTRUSOS

Textos adaptados a Scrollytelling, diseño y generación de imágenes por el ilustrador: Yazz Casillas