Ese día tenía más velas que de costumbre porque algunas de ellas las habían venido a dejar los deudos del difunto Miguel. Llamarle difunto sería redundante: de haberles preguntado, todos y cada uno de los vecinos de la colonia estarían de acuerdo en que Miguel Anguiano estaba muerto. Bien muerto. Súper muerto. Muerto de verdad. Lo habían velado la víspera, allí mismo, a la vuelta, en la casa de su ahora viuda, detrás de ese zaguán de goznes oxidados que ostentaba en letras grandes el número treinta y tres. El zaguán ocultaba un patio con una enorme coladera al centro y se había dejado abierto para la ocasión;
la casa del difunto era pequeña, ni pensar que toda esa gente cupiera en aquel cuarto que era a la vez dormitorio de uno de los hijos y diminuto salón comedor. Se había rezado un rosario por el descanso perpetuo de su alma y, en el cansancio de la madrugada, apenas si alguno había alcanzado a notar el fuerte viento que de pronto cerraba de golpe el zaguán. El interior se oscureció como si sobre el mundo hubiera descendido una sombra. —Madre santísima, guárdalo en tu gloria, de los tejemanejes del mal protégenos, amén —musitó la mujer del carnicero al sentir en la nuca aquel frío glacial.
A veces se ha dicho que el deseo por el amado puede influir en los acontecimientos venideros, incluso en los que atañen a la finitud del cuerpo mortal: ya se sabe, los conjuros estilo cuento gótico, esos que abogan porque el amor vuelva a la vida, o por la continuidad de una relación que en este mundo ha alcanzado su plenitud y que, por eso mismo, se desea continuar. Nada de eso aplicaba aquí. Miguel Anguiano había sido un marido golpeador, un borracho insufrible que la maltrataba a ella y a sus hijos, alguien a quien ninguna mujer en sus cabales habría querido prolongarle la vida; mucho menos, desde luego, un hombre a quien se habría esperado o deseado ver regresar. Y regresar fue lo que hizo Miguel esa mañana, al otro día, es decir, dos después de su muerte. María justo terminaba de barrer el patio a lo largo y ancho del portón, y vaya que le estaba costando trabajo hacerlo: toda la noche había caído sobre la colonia y sobre sus calles una lluvia sucia, insidiosa, que desbordó las coladeras y dejó montones de basura desperdigados por doquier. Y por más que María se esforzaba, con la escoba tan mojada no se podía: a cada rato la sacaba de algún charco con las fibras llenas de hojas, de suciedad revuelta, de bolsas mojadas y, lo peor, de largas hebras de pelo oscuro, tantas que parecía que allí se había andado paseando la llorona, o una bruja montada en algún hirsuto animal. En la coladera se había formado un tapón pegajoso, un coagulo espeso que tuvo que quitar con los dedos para que el agua pudiera fluir. En parte por eso, cuando alguien tocó a la puerta María se enfadó. ¿Quién venía a tocarle a esta hora, con este aguacero cayendo y con las calles al borde de la inundación? El toquido continuó, más insistente, y solo al creer reconocer algo familiar en la cadencia de los golpes el vientre de María se revolvió
Trató de calmarse pensando que bien podría ser algún vecino, un buen samaritano que le traía alguna ayuda, o algún atolondrado que, por esto o por aquello, no había podido venir a darle el pésame ayer. Con todo, lo último que esperaba era encontrarse a Miguel en persona, de pie ante su desolado portón. Ella se le quedó viendo, anonadada. El aspecto de su marido nunca había sido bueno, pero lo que tenía allí enfrente desafiaba toda descripción. Los ojos de Miguel se habían hundido en sus cuencas y parecían como vueltos hacia adentro. Y habían cobrado un color y una textura extraños: parecían dos bolas acuosas remojadas en una sustancia gris. La piel, que nunca fuera de admirar, se le veía maltrecha y cetrina y, al mismo tiempo, esponjosa, como si debajo de la epi- dermis borbotara algo lechoso, un minúsculo géiser que se aprestaba a estallar. Era obvio que Miguel se había estado remojando mucho rato, a saber desde qué hora andaría deambulando por las calles en busca de esto que, por lo visto, todavía consideraba su hogar. No llevaba puestos los zapatos y tenía los dedos de los pies sucios de tierra, las uñas amarillentas y crecidas de una forma que a María enseguida le pareció antinatural.
Vaya, como si con eso las cosas se pudieran aclarar. Él no le respondió. Tampoco es que en vida hubiese sido muy cortés con ella, y no era raro que la dejara hablando sola, o le contestara de mal modo, pero esto, claro, era distinto, algo de una dimensión mucho mayor: Miguel estaba ido, como esos teporochos que andaban por la calle mirando al cielo, y olían a orines y se reían entre dientes, ellos y Dios sabrían de qué. Tampoco es que fuera para menos, ¿no es así? Solo entonces, quizá pensando en lo difícil que debía ser ir y venir hacia y de vuelta de la muerte, se le ocurrió a María que tendría que traerle algo a su marido, agua como mínimo, era lo menos que podía hacer. No le podía ofrecer otra cosa de todas formas; el velorio se había prolongado y algunos de los dolientes que se quedaron hasta el final habían pedido una copita de alcohol. Ella, al no tener otra cosa, no había tenido reparos en permitirles que dispusieran de lo que quedaba en la alacena, media botella de un licor que Miguel había comprado y olvidado hacía mucho tiempo ya. Ojalá que él no preguntara, no quería meterse en líos a estas alturas. Miguel siempre había sido colérico, y algo le decía que en su presente estado no se le debía provocar. Todavía estaba sobre la encimera la olla de barro en la que habían preparado el café, pero no quedaban más que los asientos. Pues sí, agua tendría que ser y agua le sirvió.
El vaso se quedó allí, intocado justo donde María lo dejó. Lo acercó un poquito más, para que él reparara en su presencia, y al contacto con la mano de Miguel el agua empezó a echar un montón de burbujas diminutas que formaron un anillo espeso en torno al cristal. María sintió un escalofrío. Sin saber qué más hacer, y porque, bien visto, Miguel estaba en su casa y no requería de su cortesía, se puso a levantar nerviosamente los objetos desperdigados en el comedor. Estos niños eran terribles, una nunca terminaba de ordenar. Recogió juguetes, platos, alguna cosa que quedaba de la presencia de su marido en vida, y luego, cuando todo le pareció limpio y arreglado según sus estándares, se puso a trapear el rastro que Miguel había dejado al entrar. El olor que despedía aquel lodo era distinto al del otro lodo, al del normal, es decir; había en él algo rancio, acre, una mezcla de hojas secas, humedad y putrefacción. María echó de reojo una mirada a los pies de su esposo: los dedos estaban cuarteados, azulosos, como esos trozos del jengibre que se está empezando a pudrir. Por la tarde, cuando los niños ya llegaban de la escuela, debieron sorprenderse al ver que su madre, que a esa hora casi nunca salía, los esperaba en la esquina, lívida como una aparición. Había querido advertirles, no podía dejar que presenciaran ese espectáculo sin previo aviso.
—Su papá está allí —les dijo ella, sin más preámbulo. —¿Qué?
—Que está allí, en la casa, sentado. No lo vayan a molestar. No viene de buen humor.
Los niños se miraron unos a otros, horrorizados, quizá pensando que su madre por fin había perdido la razón. Luego, ya en casa, mientras miraban al hombre de piel acartonada que tenía la vista clavada en el aparato apagado les entró un miedo terrible, casi animal. ¿Qué pretendía su padre al volver de esta manera? ¿No era suficiente con haberlo aguantado vivo tantos años?
Esta ha sido una lectura selecta del libro titulado:
Textos adaptados a Scrollytelling, diseño y generación de imágenes por el ilustrador: Yazz Casillas